Justo cuando rompía con el pasado y creaba las premisas del mundo moderno, el Renacimiento estuvo obsesionado por la necesidad del regreso a lo antiguo: los humanistas querían recuperar a los clásicos; Lutero defendía un retorno a la Iglesia primitiva (-->); Maquiavelo abogaba por la vuelta al régimen político de las antiguas comunidades (--> Polis); los filósofos, por último, querían recuperar la sabiduría griega.
El moderno concepto de progreso (-->) (es decir, la idea de un desarrollo continuo y lineal de la historia en el que los conocimientos previamente adquiridos se mejoran gracias a los nuevos descubrimientos) fue totalmente ajeno al hombre del s. XVI. A sus ojos, el único desarrollo posible consistía en el restablecimiento de la única e insuperable sabiduría antigua (la griega y la egipcia).
Lo arcaico, lo original, lo natural y el pensamiento de los antiguos se convirtió en norma absoluta y sede de una perfección definitiva. Pero restablecer esta norma implicaba luchar contra las deformes interpretaciones formuladas en la Edad Media, que habían ocultado o tergiversado el genuino sentido de la verdad.
Al descubrir cada vez más frecuentemente apabullantes equívocos, atribuciones erróneas, tergiversaciones de sentido e incluso falsificaciones históricas (la donación de Constantino), la investigación filosófica demostró la necesidad de una investigación sobre el <significado real de los textos antiguos>.
De esta necesidad de autenticidad expresada por el Renacimiento nació la primera perspectiva histórica moderna: la exigencia de una cronología de obras y personajes que los ubique en su justa época y los ordene sucesivamente, explicando las recíprocas influencias. Se trataba de aplicar al tiempo lo que la perspectiva (-->) había aplicado al espacio: la colocación en su distancia justa de los objetos analizados mediante la utilización de un método historiográfico.
Los primeros resultados de esta nueva ciencia no carecieron de errores. Al reconocido prestigio de la antigua Grecia se añadió el de Egipto, cuna de la civilización y origen de toda sabiduría. El mito de Egipto estaba ya presente en Platón (en particular en el Timeo), pero en Aristóteles, en cambio, apenas era perceptible: resumiendo los principios del pensamiento filosófico en las primeras páginas de su Metafísica, Aristóteles dispuso partir directamente de Tales, desdeñando así todas las formas precedentes de pensamiento. Quizá también por este motivo la Edad Media relativizó el mito egipcio despojándolo de cualquier significado especial. Durante el Renacimiento, en cambio, estalló una auténtica egiptomanía: los jeroglíficos, por ejemplo, fueron interpretados como una lengua sapiencial (-->).
Es también digno de ser recordado cómo el mito de los orígenes egipcios de la sabiduría, ligado al afán de conocer al Platón más auténtico, provocó la creación de un Platón egipcio llamado Hermes Trismegisto (--> Hermetismo), un filósofo al que hoy llamaríamos virtual porque nunca existió.
TOMADO DE ATLAS UNIVERSAL DE FILOSOFÍA - OCEANO