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Asesorías Filosóficas Personalizadas

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EPICURO


341 – 270 a.C.



Los arqueólogos han podido constatar que muchos hogares griegos y romanos poseían esculturas del rostro de Epicuro, algunas de ellas de pequeño tamaño. Es cierto que los antiguos amaban atesorar imágenes de los sabios, pero aquí nos encontramos ante un caso verdaderamente especial, pues se han hallado estatuillas del filósofo de Samos incluso en los hogares de gente común y sin intereses intelectuales. La explicación a este fenómeno es de gran relevancia filosófica: se creía que la contemplación del rostro de Epicuro tenía la virtud de serenar el espíritu, pero no por magia, sino por la fuerza del ejemplo del Salvador (la elección de este apodo para referirse a un filósofo demuestra hasta qué punto la búsqueda de un sentido filosófico tenía ya un sentido religioso). Epicuro comparaba su filosofía con la medicina: quería convertirse en el terapeuta del espíritu, el médico del alma que alivia los sufrimientos crónicos (la angustia vital) o el cirujano de las pasiones que trata de extirpar los males (los deseos, las insatisfacciones). La filosofía es la medicina más indicada para las tres patologías psíquicas más frecuentes: el temor a los dioses, el pensamiento de la muerte y el dolor físico. En la búsqueda de un sano y moderado placer de vivir, ofrece un remedio universal, un bien a disposición de todos. De hecho, la escuela de Epicuro debía ser muy parecida a una moderna casa de reposo: un sencillo y tranquilo jardín en los suburbios de Atenas, lejos del fragor de la ciudad y de la política. Allí el filósofo acogía a todos sin distinción: mujeres, esclavos, incluso prostitutas arrepentidas; curaba el cuerpo con los remedios clínicos más adecuados, y el espíritu con la fuerza del ejemplo. Él mismo, gravemente enfermo y presa de grandes sufrimientos, escribió una última carta a cierto amigo proclamando en ella que la vida es dulce, feliz y siempre digna de ser vivida.

De Epicuro nos han llegado: tres Cartas, cuarenta Máximas, el Testamento, la Carta a Herodoto, sobre física; la Carta a Pitocles, sobre los fenómenos celestes; la Carta a Meneceo, sobre ética.


45 El placer es la finalidad de una vida bienaventurada.

EL PROBLEMA: ¿Cuál es la mejor manera de regular la propia vida? ¿En qué consiste la felicidad? ¿Es bueno tener muchos deseos?
LA TESIS: El placer y la felicidad son, sin duda, los criterios que guían al ser humano. El problema radica en establecer cuál es el verdadero placer. Es decir, cómo optimizar el bienestar personal teniendo en cuenta que a un gozo inmediato corresponde a menudo un dolor futuro. Según Epicuro, la solución más sabia está en calcular; es decir, en someter la búsqueda de la felicidad al juicio de la razón. Para ello es necesario eliminar los miedos inútiles (el miedo a la muerte, al dolor) y moderar las necesidades, de manera que su goce no se torne en lo contrario. Y, sobre todo, es preciso cultivar la tranquilidad de ánimo, la serenidad. (De la Carta a Meneceo).

Platón consideraba demasiado arriesgado que los adolescentes se acercaran a la filosofía, pero para Epicuro, cualquier edad es adecuada.

  • Epicuro a Meneceo, salud.
Ni se muestre remiso el joven a filosofar ni se canse el anciano de hacerlo. Porque para cuidar de la salud del alma, nunca se es ni demasiado joven ni demasiado anciano. Quien afirma que aún no le ha llegado la hora o que ya le pasó la edad de hacerlo, es como si dijera que aún no tiene la edad de ser feliz, o que ya la ha pasado. Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo. En el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los gratos bienes pasados; y en el primer caso, para ser, pese a la juventud, tan intrépido ante el porvenir como un anciano.

La felicidad es el principal problema del individuo.

  • Debemos meditar, por lo tanto, sobre las cosas que nos procuran felicidad, porque en verdad si disfrutamos de ella lo poseemos todo, y si nos falta hacemos todo lo posible por tenerla. Por consiguiente, los principios que siempre te he ido repitiendo, practícalos y medítalos, aceptándolos como máximas necesarias para llevar una vida feliz.
Si los dioses interviniesen en la vida humana –como piensa la mayoría-, alcanzar la felicidad no dependería de nosotros.

  • En primer lugar, considera a la divinidad como un ser inmortal y bienaventurado, como indica la noción común de lo divino. Y no le atribuyas nunca nada opuesto a su inmortalidad ni discordante a su bienaventuranza. Al contrario, piensa como verdaderos todos aquellos atributos que contribuyan a salvaguardar su felicidad al tiempo que su inmortalidad.
Los dioses existen, pero no se ocupan de los hombres.

  • Los dioses existen. Su conocimiento es evidente. Ahora bien: no existen en el modo en que la mayoría los consideran, porque considerados de ese modo se les priva de todo el fundamento de su existencia. No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones de esa mayoría, pues tales juicios a propósito de los dioses no son prenociones, sino presunciones vanas.
La muerte no debe ser fuente de temor: cuando existe, no existimos nosotros; cuando existimos nosotros, no existe ella.

  • Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo bien y todo mal reside en las sensaciones, y la muerte consiste en estar privado de sensación. Por lo tanto, la recta convicción de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida; no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque nos priva del deseo de la inmortalidad. Nada hay que cause temor en la vida para quien está convencido de que no hay nada de temible en dejar de vivir. Por eso, es estúpido quien confiesa temer la muerte, pero no por el dolor que pueda causarle en el momento que se presente, sino porque siente dolor esperándola. Porque aquello cuya presencia no nos perturba, no es sensato que nos angustie durante su espera. El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente, nosotros ya no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos, porque para los vivos no existe, y los muertos ya han desaparecido.
No es justo desear la muerte. El sabio se limita a vivir la vida con plenitud.

  • A pesar de ello, la mayor parte de la gente unas veces rehúye la muerte viéndola como el mayor de los males, otras la invoca como remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, sin embargo, ni rechaza la vida ni teme la muerte, porque ni es contrario a la vida ni considera un mal el dejar de vivir. Y así como de entre los alimentos no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo, sino del más dulce. Quien exhorta al joven a una buena vida y al viejo a una buena muerte es un insensato, no sólo por las dulzuras de la vida, sino porque el arte del bien vivir y del bien morir son una misma cosa. Y aún es peor quien dice: <Hermoso sería no haber nacido, pero ya nacidos, crucemos cuanto antes el umbral del Hades…>.
Tanto el temor como el deseo de la muerte limitan nuestra libertad.

  • Recordemos también que el futuro no es nuestro, pero tampoco puede decirse que no nos pertenezca del todo. Por lo tanto, no hemos de esperarlo como si tuviera que cumplirse con certeza ni tenemos que desesperarnos como si nunca fuese a realizarse.
La felicidad consiste en el placer.

  • Por este motivo afirmamos que el placer es el principio y el fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y connatural, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión, y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor.
El placer aumenta con el cálculo.

  • Y, puesto que éste es el bien primero y connatural, por este motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor. Y muchos dolores los consideraremos preferibles a los placeres, si obtenemos otro mayor, cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor. Así pues, por su naturaleza connatural a nosotros, todos los placeres son un bien, pero no por ello debemos escogerlos a todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir el dolor. Hay que juzgar sobre el placer y el dolor según el cálculo y la consideración de los beneficios y los perjuicios, porque algunas veces el bien se torna en un mal y otras, al contrario, el mal resulta ser un bien.
La independencia de los deseos y limitaciones de las necesidades favorecen el verdadero placer.

  • Consideramos un gran bien la independencia de los deseos, pero no porque debamos siempre conformarnos con poco, sino para que, no teniendo mucho, con este poco nos baste. Estamos profundamente convencidos de que quienes gozan con mayor dulzura de la abundancia son aquellos que menos la necesitan, y de que todo lo que la naturaleza reclama es fácil de obtener, y difícil en cambio lo que representa un capricho. Los alimentos frugales proporcionan el mismo placer que los manjares exquisitos, una vez ya hayan satisfecho el dolor que nos causa su necesidad; y el pan y el  agua proporcionan el mayor placer cuando se sirve de ellos quien tiene necesidad. Acostumbrarse a una comida frugal y sin complicaciones es por un lado saludable, y por otro ayuda a que el hombre sea diligente en las ocupaciones de la vida; y si de modo intermitente participamos de una vida más lujosa, nuestra disposición frente a esa clase de vida es mejor, y nos mostramos menos temerosos respecto a la suerte.
El verdadero placer consiste en la tranquilidad de ánimo.

  • Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni los banquetes ni los festejos continuados ni el gozar con jovencitos y mujeres ni los peces ni todo cuanto ofrecen las mesas bien servidas, nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección o aversión, y que ahuyenta las falsas opiniones de las que nace esa gran turbación que se apodera de las almas.
La sabiduría es más valiosa que el conocimiento de las doctrinas.

  • El principio y bien máximo de todo esto es el juicio; por ello el juicio, de donde se originan las restantes virtudes, es más valioso que la propia filosofía, y nos enseña que no puede existir una vida feliz sin que sea al mismo tiempo juiciosa, bella y justa ni es posible vivir con prudencia, belleza y justicia sin ser feliz. Pues las virtudes son connaturales a una vida feliz, y el vivir felizmente se acompaña siempre de la virtud.

CÁLCULO DEL PLACER

Consiste en la tesis, debida a Epicuro, de que es posible aumentar el bienestar vital por medio de un concienzudo cálculo matemático de los sacrificios y de los placeres derivados del comportamiento. El cálculo no ha de tener presentes sólo las consecuencias inmediatas, sino también aquellas a largo plazo, pues satisfacer un deseo provoca una felicidad inmediata, pero también un daño aplazado.

NECESIDADES

Epicuro distingue tres tipos de necesidades, a saber: 1) necesidades naturales y necesarias, que deben satisfacerse siempre (por ejemplo, hambre, sed, sueño). Dependen de las necesidades biológicas del cuerpo y, de no ser satisfechas, provocan la muerte. 2) Necesidades naturales pero no necesarias, a satisfacer con moderación o, posiblemente, en absoluto (por ejemplo, comer bien o en exceso o excederse en el deseo sexual). 3) Necesidades no naturales y no necesarias, que no deben satisfacerse nunca por su naturaleza artificial (gloria, éxito, riqueza, salud, belleza).

HEDONISMO


Corresponde a la doctrina epicúrea según la cual el placer es el fin y el principio de una vida bienaventurada, el objetivo hacia el que todo individuo orienta su acción. Según Epicuro, sin embargo, es preciso distinguir entre el placer efímero (felicidad, gozo) y el placer estable, definido por vía negativa como la ausencia de dolor. Dado que el sabio sólo persigue el segundo tipo de placer, el epicureísmo condena la satisfacción indiscriminada de todo deseo, sosteniendo la necesidad del racionalismo ético. Esto es, un control consciente de la razón sobre las emociones y las pulsiones del ánimo, un auténtico cálculo del placer.



TOMADO DE ATLAS UNIVERSAL DE FILOSOFÍA - OCEANO