1623 – 1662 d.C.
Blaise
Pascal inició su vida como niño prodigio. Fue educado
personalmente por su padre y nunca asistió a la escuela, mostrándose tan especialmente versado en las ciencias
matemáticas y físicas, que fue admitido a muy temprana edad en los
círculos culturales de París. A los dieciocho años inventó la pascalina, el primer ejemplo de máquina
calculadora, para ayudar a su padre en el trabajo de recaudación de impuestos.
Siguieron otros descubrimientos científicos (experiencias sobre el vacío,
problemas de matemática), pero el acontecimiento central de su vida fue el de
su conversión.
En 1646 entró en contacto con el movimiento jansenista y quedó impresionado por
el rigor y el ascetismo de aquella opción de vida. La radicalización de este
proceso de conversión, favorecida por la influencia de su hermana Jacqueline (quien ingresó como
religiosa en el austero monasterio de Port-Royal), culminó en la experiencia
mística de la noche del 23 de noviembre de 1654, descrita en el Memorial. A los treinta y un años de
edad, Pascal decidió alejarse del
mundo y reunirse con su hermana en la soledad del monasterio. Murió ocho años
después, y sólo abandonó el aislamiento que se había impuesto para defender al movimiento
jansenista de la acusación de herejía, lo que hizo en dieciocho cartas
abiertas (las llamadas Cartas
Provinciales) y firmadas con pseudónimo. Su obra más conocida son los Pensamientos, una recopilación de las
notas personales publicada por sus amigos (as) pocos años después de su muerte.
Obras: Cartas Provinciales (1656-1657); Pensamientos (1670). Las obras
científicas son numerosas: Tratado sobre
el Vacío (1651), del que sólo quedan algunos fragmentos; Tratado sobre el Equilibrio de los Líquidos
(1654); Tratado sobre el Peso de la Masa
del Aire (1654); Tratado del
Triángulo Aritmético (1654).
101 Conviene apostar
sobre la existencia de Dios.
EL PROBLEMA: ¿Se puede probar la
existencia de Dios? ¿A través de qué vías se puede conquistar la fe?
LA TESIS: Pascal excluye la posibilidad de que la
existencia de Dios pueda ser demostrada con argumentos lógicos (véase 57) o consideraciones racionales
sobre la perfección de la naturaleza (véase
59), incapaces por sí mismos de probar la obra de un divino creador y que
parecen decisivos sólo a los ojos de quien ya ha escogido interiormente la fe. No
nos acercamos a Dios a través de frías elucubraciones mentales, sino con el
sentimiento y la sensatez: algo más parecido al buen sentido común que a la
lógica rigurosa. Es razonable, en efecto, vivir como si Dios existiese, y lo es
hasta tal punto que sería conveniente apostar sobre esta opción. Pascal propone plantear la cuestión de
la existencia de Dios como si de un juego de azar se tratase. Hay una puesta en
juego: la conducta virtuosa de nuestra vida; un posible beneficio: la beatitud
del Paraíso; una posible pérdida: la renuncia a los placeres mundanos. La
apuesta es muy razonable porque el jugador juega un bien finito (la
propia vida terrenal) para ganar, si vence, un premio infinito. El paso se
cierra con una interesante observación psicológica: más que por los
razonamientos, la fe está estimulada por los comportamientos exteriores y por
las costumbres de vida. Para creer, pues, es necesario vivir como si se
creyese: ir a misa, recitar las plegarias de rodillas y con las manos juntas,
santiguarse con agua bendita… La fe es también un mecanismo psicológico, y la
devoción formal desarrolla una disposición mental a creer. Las tres series de
textos propuestos provienen de los Pensamientos.
La existencia de
Dios no puede probarse.
- Examinamos
este punto y decimos: Dios existe o
no existe. ¿Pero de qué lado nos inclinaremos? Nada puede determinar
la razón a este respecto: hay en medio un caos infinito. En el extremo de
esta distancia infinita se juega un
juego del que resultará cara o cruz. ¿Cómo apostaréis? Según la
razón, no podéis hacer ni una ni otra apuesta; según la razón, no podéis
excluir ninguna de las dos.
Aunque la razón no
ayude, se debe igualmente escoger.
- No acuséis,
por lo tanto, de error a aquellos que han tomado partido, porque no
sabéis nada al respecto. <No; yo no les acusaré por haber tomado una
opción, sino por haber escogido; porque, aunque incurre en el mismo error
quien escoge cruz y quien escoge cara, están ambos equivocados:
la opción correcta es la de estar callado.> Sí, pero es necesario
hablar; no es un hecho voluntario: como al estar en una barca, si hay que
bailar se debe bailar. ¿Qué escogeréis, pues? Veamos. Pues es preciso
escoger, veamos qué es lo que más nos interesa.
No se puede eludir
la decisión sobre la existencia o no de Dios.
- Tenéis dos
cosas a perder: la verdad y el bien; y dos cosas a empeñar: vuestra razón
y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra beatitud; por otra
parte, vuestra naturaleza tiene dos cosas a evitar: el error y la
infelicidad. Vuestra razón no sufre un daño mayor por una elección que por
la otra, porque ineludiblemente hay que tomar una opción. He aquí un punto
seguro.
La ventaja de
apostar sobre la existencia de Dios.
- Pero, ¿Y
vuestra beatitud? Sopesemos las pérdidas y las ganancias de escoger cruz:
es decir, que Dios existe. Valoremos los dos casos: si vencéis, lo ganáis
todo; si perdéis, no perdéis nada. Así pues, apostad que existe sin
dudarlo. <Es de veras sorprendente. Sí, apostar es preciso. Pero quizá
apuesto demasiado.> Veámoslo.
La posible ganancia
supera la posible pérdida.
- Puesto que hay
las mismas probabilidades de ganar que de perder, aunque no pudieseis
ganar más que dos vidas en lugar de una, ya valdría la pena apostar, si
hubiese tres vidas a ganar, deberíais jugar (porque estáis en la necesidad
de jugar) y seríais imprudente, visto que estáis obligado a jugar, si
no arriesgaseis vuestra vida para ganar tres en un juego en el que hay las
mismas probabilidades de ganar que de perder. Pero está de por medio una
eternidad de vida y de felicidad.
La relación entre
una ganancia incierta, pero infinita, y una pérdida igualmente incierta, pero
finita, hace ventajosa la apuesta.
- Y estando así
las cosas, aun en el caso de que hubiese infinitas probabilidades y una
sola a favor vuestro, tendríais igualmente razón en apostar uno para tener
dos y actuaríais insensatamente si, estando obligado a jugar, rechazaseis
arriesgar una vida contra tres en un juego en el que entre infinitas
probabilidades existe una a favor vuestro, que puede suponer ganar una
infinidad de vida infinitamente feliz. Pero hay aquí precisamente una
infinidad de vida infinitamente feliz a ganar, una probabilidad de vencer
contra un número finito de posibilidades de perder, y lo que arriesgáis
es, a su vez, finito…
En el común juego
de azar, la ganancia no es sólo incierta, sino ciertamente finita.
- Cada jugador de azar arriesga con certeza por una ganancia que no es cierta; y no
en menor grado arriesga el finito sin la certeza de ganar el finito, sin
que por otra parte peque contra la razón. No hay una distancia infinita
entre la certeza de lo que se arriesga y la incertidumbre de la ganancia;
esto es absolutamente falso.
Ciertamente, estas
consideraciones no llevan de por sí a la fe.
- <De
acuerdo, pero yo tengo las manos atadas y la boca cerrada; se me obliga a
apostar, y no soy libre; no se me da tregua, y mi carácter es tal que no
puedo creer. ¿Qué queréis, pues, que haga?>
Pero sirven para
aquietar la racionalidad.
- Es verdad,
pero tomad al menos nota de vuestra incapacidad de creer, visto que la
razón os lleva a ello e igualmente no podéis hacerlo. Poneos manos a la
obra, pues, pero no para convenceros de la existencia de Dios con ulteriores
pruebas, sino mediante una disminución de vuestras pasiones.
Lo más útil a la fe
es encontrar una guía espiritual.
- Vos queréis
encaminaros hacia la fe, y no conocéis el camino; queréis curaros de la
incredulidad, y pedís la medicina: aprended de aquellos que han
tenido vuestros mismos condicionantes y que apuestan ahora todos sus
bienes; son personas que conocen el camino que vos querríais seguir y que
están curadas del mal del que vos queréis curaros.
Para desarrollar la
fe, comportarse como si se creyese resulta útil.
- Imitad el modo
en que han comenzado: haciendo lo mismo que si fuesen creyentes, tomando
el agua bendita, encargando misas, y así sucesivamente. Incluso en vuestro
caso, esto os hará creer y os volverá dóciles como ovejas. <Pero eso es
justo lo que temo.> ¿Y por qué? ¿Qué podéis perder?
102 Por qué no
conseguimos estar tranquilos en una habitación.
EL PROBLEMA: ¿Qué conducta
realiza más plenamente la naturaleza humana?
LA TESIS: Detrás del
frenesí de la vida cotidiana está siempre la fuga de sí mismo, el intento
de aturdirse para no afrontar las cuestiones verdaderamente importantes de la
existencia: la inevitabilidad de la muerte, la miseria y la infelicidad de la
propia condición humana. Lo que más buscan los hombres es tener
distracciones; lo que más temen es estar solos y quietos en una
habitación, sin hacer nada. El objetivo real de cualquier tipo de actividad o
compromiso, incluso éticamente honorable, es llegar inadvertidamente a la muerte, alejando la conciencia de nuestra
finitud.
La vida tiende a la
actividad y al movimiento. Nada es más insoportable para el hombre como no tener proyectos o compromisos.
- Aburrimiento.
Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno
reposo, sin pasiones, sin asuntos que despachar, sin distracciones, sin
una sola ocupación. Advierte entonces su nulidad, su abandono, su
insuficiencia, su dependencia, su impotencia y su vacío. Enseguida se
activarán en el fondo de su alma el aburrimiento, la melancolía, la
tristeza, la aflicción, el despecho y la desesperación.
El hombre es incapaz de estarse quieto sin padecer de aburrimiento. En esto
reside su infelicidad.
- Distracción.
Algunas veces me he puesto a considerar las diversas formas de inquietud
de los hombres, y los peligros y las fatigas a que se
exponen, tanto en la guerra como en la paz, y de donde nacen tantas
controversias, pasiones, empresas audaces y a menudo insensatas. He
descubierto que la infelicidad de los hombres proviene de
una sola cosa, que es no conseguir permanecer a solas y en tranquilidad en
una habitación.
Muchos empeños no
sirven más que para distraer la mente.
- Si un hombre que dispusiese de medios suficientes para vivir fuese capaz
de estar feliz en su casa, no saldría de ella para echarse a la mar o
sitiar una plaza. No se compraría un grado en el ejército a tan alto
precio de no resultarle insoportable quedarse en su ciudad; y si busca
conversaciones y la distracción del juego, lo hará sólo por no conseguir
quedarse plácidamente en su casa.
La condición humana
es intrínsecamente infeliz.
- Pero cuando he
reflexionado con profundidad y he querido descubrir la razón después de
conocer la causa de todos nuestros males, me he dado cuenta de que hay una
muy concreta, que consiste en la infelicidad intrínseca de nuestra
condición débil y mortal, y es tan mísera que nada nos puede consolar
cuando nos detenemos a pensar en ella.
La dolorosa
reflexión sobre la existencia y sobre la muerte es universal. En su interior,
todos los hombres se sienten asustados e infelices.
- Sea cual fuere
la condición que imaginemos, del reunir todos los bienes que pueden
tenerse resultará que la de ser rey es la más bella condición del
mundo, siempre que nos imaginemos a ese rey acompañado de
todas las satisfacciones posibles. Pero si lo imaginamos privado de distracciones mientras valora y reflexiona lo que es, la felicidad y la
comodidad lo abandonarán y sucumbirá inevitablemente a cuantas
amenazas pueda ver, a cuantas revueltas puedan producirse y, en fin, a la
enfermedad y a la muerte, que son inevitables; y así, si está privado de lo que se llama distracción,
será infeliz, y más infeliz aún que el más mísero de sus súbditos que pueda jugar y distraerse.
No buscamos las
cosas en sí, sino el empeño en buscarlas.
- De esto se
deduce por qué el juego y la búsqueda de la compañía femenina,
la guerra y los altos cargos, son metas tan ambicionadas. No porque
efectivamente se encuentre en ellas la felicidad ni porque se imagine que
la verdadera gloria consista en el dinero que se pueda ganar en el juego o
en una liebre que corre: si nos fuesen ofrecidos, no se aceptarían como
dones.
El verdadero
objetivo es el aturdimiento, la fuga de sí.
- No es esta
posesión plácida y que nos permite pensar en la infelicidad de nuestra
condición lo que se busca ni los peligros de la guerra ni los afanes de
los cargos, sino el estruendo que nos aparta del pensar y nos distrae.
Razón por la que se ama más la caza que la presa.
Todas las
actividades mundanas, incluso las honorables, ocultan una huida de los
problemas existenciales.
- Esto explica
el hecho de que los hombres amen tanto el ruido y la
confusión; esto explica por qué la prisión es una pena tan horrible; esto
explica por qué el placer de la soledad es una cosa incomprensible. Y, en
fin, explica que la razón principal de la felicidad de la condición de los reyes es que todos se esfuerzan incesantemente en
distraerles y en procurarles todo tipo de placeres.
Los modelos
sociales de felicidad son totalmente exteriores.
- El rey está rodeado de personas que no piensan en otra cosa que no
sea divertirle e impedirle pensar en sí mismo. Porque sería infeliz,
incluso siendo un rey, si pensara en ello. He aquí todo lo que
los hombres han podido inventar para ser felices.
El fin psicológico
de la distracción es el olvido de la muerte.
- Y aquellos que filosofan sobre este argumento y que juzgan muy poco razonable
que la gente pase el día entero corriendo detrás de una liebre que se
podría haber comprado en el mercado, no entienden nada de nuestra
naturaleza. Esa liebre no nos impediría la visión de la muerte y de otras
miserias, pero la caza sí puede hacerlo, porque nos distrae.
Por eso, alcanzar
cualquier objetivo no nos da satisfacción.
- Éstos también se imaginan que, una vez obtenido un cierto cargo, enseguida
podrán descansar placenteramente, y no advierten la naturaleza insaciable
de su avidez. Creen sinceramente buscar el reposo, y de hecho no buscan
más que la distracción. Se mueven por un instinto secreto que les lleva a
buscar ocupaciones y distracciones en el exterior, originado por el
sentimiento de sus incesantes miserias.
Un modo para
engañarse a uno mismo es posponer a un perpetuo futuro el momento de la
quietud, en el que dedicarse a la reflexión sobre la inevitabilidad de la
muerte.
- Están también
movidos, sin embargo, por otro instinto secreto, que es un vestigio
de la grandeza de nuestra naturaleza primigenia que les hace intuir que la
verdadera felicidad no reside, en efecto, más que en la quietud y no en el
revuelo; y estos dos instintos contrapuestos originan un confuso propósito
en el fondo de sus almas, invisible a sus ojos, que les empuja a tender al
reposo a través del trasiego y a imaginar siempre que la satisfacción de
la que no gozan llegará cuando, una vez superadas ciertas dificultades,
podrán abrirse camino definitivamente a la quietud y al reposo.
El reposo siempre
es placentero en el futuro, pero aburrido y doloroso en el presente.
- Así transcurre
toda la vida. Se busca el reposo combatiendo una serie de obstáculos; y,
una vez que se han superado, el reposo se vuelve insoportable; porque se
piensa en las miserias en que nos encontramos o en las miserias que nos
amenazan. E incluso en el caso de que nos viésemos al amparo de todas
estas miserias, el aburrimiento saldría a flote por su propia iniciativa
desde el fondo del corazón, donde está arraigado, y llenaría el espíritu
con su veneno.
103 Somos nada para el
infinito, todo respecto a la nada.
EL PROBLEMA: ¿Qué define la
naturaleza del ser humano?
LA TESIS: El destino del hombre consiste en la medianía. Las proposiciones de su cuerpo
lo hacen incapaz tanto de comprender la inmensidad del Universo como de
comprender los innumerables mundos que existen en cada diminuta partícula de la
materia. Del mismo modo, su psique no consigue concebir ni la noción de todo ni
la noción de nada; no es ni ángel ni bestia. Pascal condena tanto la visión optimista de la realidad humana (véase 112) como cualquier desvaloración
pesimista, sosteniendo la tesis del realismo
trágico: el hombre es un extraño amasijo de loable grandeza y
censurable miseria: una paradoja lógica, un monstruo incomprensible incluso para sí mismo.
La inmensidad del
Universo subraya la pequeñez del hombre.
- Contemple el hombre la entera naturaleza y en su alta y plena majestad,
alejando la mirada de los objetos mezquinos que lo rodean. Que mire
aquella luz resplandeciente, colocada como una lámpara eterna que ilumina
el Universo; que la Tierra le aparezca como un punto a comparar con la
inmensa órbita que aquel astro describe, y que lo llene de asombro el
hecho de que este mismo vasto recorrido no es más que un tramo muy pequeño
en comparación con el de los restantes astros que se mueven en el
Universo.
La complejidad
infinita del Universo supera las posibilidades de la imaginación humana.
- Y si a estas
alturas nuestra vida se detiene, que la imaginación vaya más allá: antes
se cansará ella de concebir que la naturaleza de ofrecerle materia. Todo
este mundo visible es sólo un punto imperceptible en el amplio seno de la
naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Podemos incluso agrandar nuestras
concepciones más allá de los espacios imaginables: en comparación con la
realidad de las cosas, no concebimos más que átomos.
Que la mente humana
no consiga concebir el Universo, sugiere la existencia de Dios.
- Es una esfera
infinita, cuyo centro se halla en todo lugar y su circunferencia, en
cambio, en ninguno. En definitiva: que nuestra imaginación se pierda en
aquel pensamiento, constituye la mayor señal sensible de la omnipotencia
de Dios.
El hombre es ontológicamente miserable: su ser no es nada en comparación con el
cosmos.
- Considere el hombre, mirándose a sí mismo, lo que es en comparación
con todo lo que existe. Que se vea como perdido en este remoto ángulo
de la naturaleza; y que de esta angosta prisión en que se halla –entiendo
por ella el universo- aprenda a estimar el justo valor de la Tierra, de los
reinos, de las ciudades y de sí mismo. ¿Qué es un hombre en el infinito?
La inmensidad del
mundo no es sólo espacial. En cada partícula de materia existen mundos enteros.
- Pero para
presentarle otro prodigio igualmente maravilloso, que busque, entre lo que
conoce, las cosas más diminutas. Que un ácaro le ofrezca, en la pequeñez
de su cuerpo, partes incomparablemente más pequeñas: patas con
articulaciones, venas en esas patas, sangre en esas venas, humores en esa
sangre, gotas en esos humores y vapores en esas gotas; y, subdividiendo
estas últimas cosas, que agote sus fuerzas en tales concepciones hasta que
el postrer objeto al que pueda llegar sea, por ahora, el de nuestro
razonamiento. Creerá entonces que acaso sea ésta la más extrema minucia de
la naturaleza.
Existen dimensiones
de la realidad fuera de la escala del hombre, incapaz de
comprender tanto lo inmensamente grande como lo inmensamente pequeño.
- Quiero
mostrarle ahora un nuevo abismo. Quiero representarle no sólo el Universo
visible, sino la inmensidad natural que se puede concebir en el ámbito de
aquella visión fugaz de átomo. Que divise una infinitud de universos, cada
uno de ellos en posesión de su firmamento, sus planetas y su tierra, en
las mismas proporciones que el mundo visible; y, en esa Tierra, animales
y, en definitiva, otros ácaros, en los que hallará lo que descubrió en los
primeros. Y encontrando sucesivamente en los otros las mismas cosas, sin
pausa y sin fin, que se pierda en tales maravillas, que asombran por su
pequeñez tanto como las otras con su inmensidad.
Lo que llamamos
grande y pequeño no lo es en absoluto, sino sólo respecto a la dimensión humana.
- En verdad,
¿Quién no se asombrará pensando que nuestro cuerpo, que antes no era
perceptible en el Universo, que a su vez era imperceptible en el seno del
todo, sea ahora un coloso, un mundo, incluso un todo respecto a esa nada a
la que nunca se puede llegar?
La ciencia es
incapaz de describir el puesto y el papel ocupado por el hombre en
el orden de lo creado.
- Quien se
considere de esta manera sentirá consternación de sí mismo, y viéndose
suspendido en la masa que le ha dado la naturaleza entre los dos
abismos del infinito y de la nada, temblará a la vista de tamañas
maravillas; y creo que, cambiando su propia curiosidad por admiración,
estará dispuesto a contemplarlas en silencio, más que a indagarlas con
presunción.
No sólo la
infinidad del todo excede de nuestra comprensión, sino también la nada de la
que todo ha sido creado.
- Porque, en
suma, ¿Qué es el hombre en la naturaleza? Un nada
respecto al infinito, un todo respecto a la nada, algo comprendido
entre el todo y la nada. Infinitamente lejano de la comprensión de estos
extremos, el término de las cosas y su principio permanecen para él invenciblemente ocultos en un secreto inescrutable: igualmente incapaz de
entender la nada hacia la que es conducido y el infinito que lo engulle.
El destino del hombre está en la medianía, en el oscilar entre opuestos e
insolubles misterios.
- ¿Qué hará,
pues, sino divisar alguna apariencia de la zona intermedia de las cosas,
en una eterna desesperación por conocer el principio y el fin? Todas las
cosas han salido de la nada y se dirigen hacia el infinito. ¿Quién seguirá
semejantes y tan maravillosos procesos?
El intento de la
ciencia de sondear lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande no es más
que pura y vana presunción.
- Por no haber
considerado estos dos infinitos, los hombres se han
dirigido temerariamente a la investigación de la naturaleza como si
guardasen alguna proporción con ella. Es extraño que hayan querido
descubrir los principios de las cosas y pretendido llegar a conocerlo todo
partiendo de ellos, con una presunción tan infinita como su objetivo:
porque es cierto que no se puede concebir un plan semejante sin una
presunción o una capacidad infinitas, como la naturaleza.
DISTRACCIÓN (DIVERTISSEMENT)
Con divertissement,
imperfectamente traducido del francés como distracción
o divertimento, Pascal entiende el conjunto de las ocupaciones, a menudo honorables
y para nada divertidas, que el individuo activa para llenar la vida y
la mente, evitando así afrontar los angustiosos problemas de la existencia: la
muerte y la miseria humana.