1694 – 1778 d.C.
El 10 de febrero de 1778,
cuando François Marie Arouet,
llamado Voltaire, regresó a París
después de veintiocho años de ausencia para asistir a la representación de Irene, su última comedia, una multitud
enorme se reunió para aclamar al anciano filósofo, quien ya superaba entonces
la edad de ochenta años y se acercaba a su fin. Fue el digno epílogo de una
vida dedicada a la lucha contra el fanatismo religioso y la arrogancia política,
en la que el compromiso social se alió a una prosa tan elegante como sarcástica
y mordaz. Voltaire fue sin duda el
padre espiritual de la Ilustración francesa, el emblema mismo del movimiento. No
faltaron, sin embargo, momentos difíciles en su vida, sobre todo en los
primeros años de su madurez: el filósofo fue arrestado dos veces y encarcelado
en la Bastilla por orden de los arrogantes nobles, cuya prepotencia jamás
dejó de denunciar. El barón de Rohan, un sencillo burgués hijo de un aposentado
notario de París, hizo que sus siervos lo apaleasen brutalmente por
negarse a sostener un duelo con él. Obligado a exiliarse en Londres a la edad
de treinta años, Voltaire entró en
contacto con la cultura inglesa y acusó la influencia de la filosofía de Locke y de la metodología científica
inaugurada por Newton, que nunca
dejó de divulgar por el continente. En 1746 se reconcilió con la corte, gracias
sobre todo a la buena intermediación de Mme.
Pompadour, fue recibido solemnemente por la Académie y nombrado historiógrafo de Francia.
Voltaire
escribió numerosas comedias (Edipo,
1718; Bruto, 1730); La Muerte de César, 1733); cuentos
filosóficos (El Mundo como Va, 1746; Zadig, 1747; Memnone, 1750; Micromega,
1752); Cándido o el Optimismo, 1759);
ensayos (Cartas Filosóficas o Cartas Inglesas, de 1733, condenadas y
quemadas en la plaza del Verdugo de París; Elementos
de la Filosofía de Newton, 1737; Poema
sobre el Desastre de Lisboa, 1755, afectada cinco años antes por un
terrible terremoto; Tratado sobre la
Tolerancia, 1762; Diccionario
Filosófico, 1764; Cuestiones sobre la
Enciclopedia, 1776).
123 La discordia es
la peste; la tolerancia, el remedio.
EL PROBLEMA: ¿Qué es lo que
genera la intolerancia religiosa y política?
LA TESIS: La crítica de la
intolerancia, especialmente en el terreno religioso, fue el tema que más
discusiones originó entre los filósofos ilustrados, quienes
hicieron de ella un importante instrumento en su batalla por la renovación y la
modernización. El respeto de las opiniones de los demás, cualesquiera que
sean, debería derivar del simple sentido común: es decir, de la sincera
constatación de nuestra completa ignorancia sobre cualquier problema de cierta
relevancia. ¿Quién puede saber con absoluta certeza qué es Dios, el alma o el
diablo? La naturaleza humana es limitada y propensa al error; por eso, la
intolerancia es siempre fruto de la ignorancia y de la presunción. Fanatismos y
sectarismo se vuelven aún más insoportables cuando los practica la Iglesia, y
no sólo porque el perdón constituye la esencia del mensaje cristiano, sino
también porque la Iglesia ha padecido siempre en su interior feroces y
sanguinarias luchas sectarias. La discordia es la gran peste del género humano;
la tolerancia, el único remedio posible. Los siguientes textos se han extraído
del Diccionario
Filosófico.
La necesidad de la
tolerancia deriva de la falacia humana.
·¿Qué es la tolerancia? Es el atributo de la humanidad. Estamos
embadurnados de debilidad y de errores; perdonémonos recíprocamente nuestras
necedades, he aquí la primera ley de la naturaleza…
En la historia ha
prevalecido la intolerancia.
·¿Por qué entonces hemos continuado degollándonos entre nosotros,
casi sin interrupción, desde el primer Concilio de Nicea? Constantino empezó
publicando un edicto que permitía todas las religiones; pero acabó siendo un
perseguidor…
Las
responsabilidades del cristianismo.
·No cabe duda de que los cristianos pretendían que su religión
fuese dominante, hasta que toda la Tierra fuese cristiana. Se tornaron entonces
y necesariamente en enemigos de toda la Tierra, al menos hasta que ésta
hubiese sido convertida. Eran, además, enemigos entre sí en todos los
puntos de sus numerosas controversias.
El problema de la
tolerancia se plantea tanto en el plano individual como en el político.
·Está claro que cualquier individuo que persigue a un hombre, su hermano, por el sólo hecho de no ser de su opinión, es un monstruo. Sobre este punto no existe la menor dificultad. Pero el gobierno,
los magistrados, los príncipes, ¿Cómo se
comportarían respecto a aquellos que practiquen un culto distinto al suyo?
La política tiende
a ser tolerante con los potentes e intolerante con los débiles.
·Si se trata de extranjeros poderosos, es evidente que un príncipe intentará incluso aliarse con ellos. Francisco I, el
cristianísimo, se aliará con los musulmanes contra Carlos V, que era
catolicísimo. Francisco I financiará a los luteranos alemanes para apoyarlos en su revuelta contra el emperador; pero empezará, según
costumbre, quemando a los luteranos de su propia nación. Por
conveniencia política los paga en Sajonia; y por conveniencia política,
los quema en París.
La represión
violenta de las opiniones lleva siempre a resultados opuestos de los deseados.
·Pero ¿Qué podría suceder? Las persecuciones crean seguidores, y muy
pronto Francia estará llena de nuevos protestantes. Al principio se
dejarán ahorcar, pero más tarde ahorcarán a su vez. Se empezará con las guerras
civiles, después vendrá la matanza de san Bartolomé, y este rincón del mundo se
convertirá en el mayor infierno que jamás haya podido imaginar fantasía alguna.
Cuando la
intolerancia religiosa se funde con la lucha política, el resultado es
devastador.
·¡Insensatos! ¡Nunca habéis podido ofrecer un culto puro al
Dios que os ha creado! ¡Monstruos que necesitáis supersticiones como
el buche de los cuervos necesita de la carroña! Ya os ha sido dicho y nada
quedar por añadir: si tenéis entre vosotros dos religiones, sus seguidores se degollarán entre sí; si tenéis treinta, todos vivirán en paz.
El cristianismo
debería practicar la tolerancia.
·De entre todas las religiones, la cristiana es sin duda la que debe
inspirar una tolerancia mayor, pues los cristianos han sido hasta
ahora los más intolerantes. Ya los apóstoles estaban en desacuerdo
sobre diferentes puntos. Enseguida existieron treinta evangelios, cada uno de
los cuales pertenecía a una corriente diferente; y, a partir de finales del
primer siglo, se pueden contar treinta sectas distintas de cristianos en
Asia Menor, en Siria, en Alejandría y hasta en Roma.
La intolerancia
también está presente entre las minorías.
·Todas estas sectas, desprestigiadas por el gobierno romano y obligadas a
la clandestinidad, se perseguían entre sí incluso en los subterráneos por los
que se arrastraban; injuriarse era todo cuanto podían hacer en aquel estado de
abyección: por otra parte, todas ellas estaban compuestas casi exclusivamente
por la escoria de la sociedad.
La historia de la
Iglesia está repleta de conflictos internos.
·Cuando finalmente los cristianos acogieron los dogmas de Platón, mezclando un poco de filosofía
con su religión y separándola firmemente del judaísmo, fueron imponiéndose
gradualmente, pero permanecieron divididos en muchas sectas; nunca la
Iglesia cristiana ha sido auténticamente una. Ya nació en medio de las disputas
entre judíos, samaritanos, fariseos, saduceos, esenios, discípulos judíos de Juan y terapeutas. Estuvo, pues, dividida
desde la cuna, y lo estuvo incluso durante las persecuciones que padeció bajo
los primeros emperadores romanos.
En ocasiones, la
intolerancia política va acompañada de la caridad personal por razones
económicas.
·Esta horrible discordia, que perdura desde hace muchos siglos, es una
lección que debe hacernos meditar sobre el mutuo deber de perdonar nuestras
faltas; la discordia es el peor mal del género humano, y la tolerancia es su
único remedio. Nadie puede dudar de tal verdad, sea que medite con calma en la
soledad de su estudio, sea que discuta moderadamente con sus amigos. ¿Por
qué los mismos que admiten como individuos la indulgencia, la
benevolencia y la justicia, cargan después en público, encolerizados contra esas virtudes? ¿Por qué? Porque el interés es su Dios y están dispuestos a sacrificarlo todo al monstruo que adoran.
La verdad
definitiva sólo está en las ciencias exactas.
·Cada secta, como es sabido, es sinónima de error; no existen sectas
entre los estudiosos de la geometría, del álgebra o de la aritmética,
porque todas las proposiciones de estas ciencias son verdaderas. Nos podemos
equivocar en todos los demás campos. ¿Qué teólogo tomista o escolástico podría verdaderamente afirmar que está seguro de lo que dice?
TOLERANCIA
Mucho han insistido los pensadores ilustrados como Voltaire,
y los teóricos del liberalismo
(véase 118) sobre el concepto de
tolerancia. La idea es la de que, pese a estar compuesto de una masa de fieles,
el Estado debe ser por sí laico,
indiferente y desinteresado por las cuestiones de conciencia que afectan a los ciudadanos. Por otro lado, la Iglesia debe renunciar al ejercicio de
la fuerza tanto en el proselitismo como en la resolución de las cuestiones
teológicas internas. El fundamento filosófico de estas doctrinas, en abierto
contraste con la tradición milenaria, radica precisamente en considerar la fe
como un mero acto interior de la conciencia.
124 Contra los fanáticos, el ridículo universal.
EL PROBLEMA: ¿Qué es lo que produce
el fanatismo? ¿Cómo se puede combatir?
LA TESIS: El fanatismo es,
esencialmente, una patología del alma, y no debe por lo tanto ser combatido
sino curado, confiándolo al cuidado de la razón o, mejor aún, de una moderada e
indulgente sensatez. En efecto, afrontar firmemente un fanático,
demostrarle bajo una lógica sutil la inconsistencia de sus tesis, no sirve para
nada y probablemente empeorará el mal, dado que nada mejor que una controversia
para excitar al exaltado. Superstición y prejuicios no pueden ser
desmentidos con argumentaciones lógicas, porque no nacen de la razón, sino de
la pasión. Queda, como único remedio, en casos extremos, la carcajada, la
tomadura de pelo capaz de desmontar la agresividad. Pero no siempre es posible
y el problema con el que se cierra el fragmento queda sin respuesta: ¿Qué hacer
cuando un fanático, convencido de seguir la voluntad de Dios,
intenta degollarte?
El fanatismo es una
consecuencia de los preconceptos y de la superstición.
·El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre y lo
que la rabia es a la cólera. Quien experimenta éxtasis y visiones y toma sus
sueños y sus propias imaginaciones por profecías es un entusiasta; quien
hace de su propia locura un delito es un fanático.
Existe un fanatismo
de las masas excitadas.
·El más detestable ejemplo de fanatismo es el de los burgueses de París, quienes la noche de san Bartolomé corrieron a asesinar, degollar,
defenestrar y descuartizar a aquellos de sus conciudadanos que no
acudían a misa.
Existe el
fanatismo, aún peor, de las sentencias.
·Hay fanáticos de sangre fría: son los jueces que
condenan a muerte a quienes no han cometido otro delito que el de no pensar
como ellos; y esos jueces aún son más culpables y más dignos de la execración del género humano, en tanto que, no encontrándose en un
exceso de furor, parece que podrían escuchar la razón.
El fanático se excita solo y progresivamente.
·Una vez el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi
incurable. He visto convulsivos que, hablando de los milagros de san
París, se excitaban lentamente y muy a su pesar: sus ojos se inflamaban, sus
miembros temblaban y el furor desfiguraba sus rostros; y habrían matado a quien
les hubiese contradicho.
El fanatismo no
puede combatirse directamente, pero sí prevenirse con la cultura.
·No hay otro remedio para esta enfermedad epidémica que el espíritu
filosófico, que, difundido por doquier, acabará suavizando las costumbres de los hombres y previniendo los excesos del mal; porque en cuanto el
mal hace algún progreso, no queda sino huir y esperar a que la atmósfera se
purifique.
El fanatismo, en
tanto que cuestión psicológica, no puede ser abolido por las leyes.
·Las leyes y la religión no sirven contra esta peste de los ánimos; la
religión, lejos de ser para ellos un alimento saludable, se transforma en
veneno para sus cerebros infectados. Estos miserables tienen continuamente
presente el ejemplo de Aod, que asesina al rey Eglon; de Judith, que corta la
cabeza a Olofernes, después de haber yacido con él; de Samuel, que corta al rey
Agag en pedazos. No ven que estos ejemplos, respetables en la Antigüedad, son
abominables en el presente y recaban sus iras y cóleras de la misma religión
que los condena.
El fanático no puede ser disuadido con argumentos racionales.
·Las leyes son todavía muy impotentes contra esos excesos de rabia: es
como si leyerais a un exaltado un decreto del consejo del rey. Ellos <los exaltados> están persuadidos de
que el Espíritu Santo que les inspira está por encima de las leyes, y de que su
entusiasmo es la única ley que deben escuchar. ¿Qué responder a un hombre que os dice que prefiere obedecer a Dios que a los hombres y que, en consecuencia, está seguro de merecer el cielo
degollándoos?
125 De cómo Cándido
fue expulsado del Hermoso Castillo.
EL PROBLEMA: Cuando se juzga el
mundo y la vida, ¿Es preferible ser pesimista u optimista? ¿Es creíble la
afirmación de Leibniz de que vivimos
en el mejor de los mundos posibles?
LA TESIS: Pascal afirmaba que la infelicidad y el
dolor son la esencia de la naturaleza humana (véase 102); Leibniz,
dando un vuelco a esta afirmación, consideraba este mundo el mejor entre todos
los posibles (véase 111). ¿Quién
tiene la razón? Voltaire intervino
en este debate sobre el optimismo,
que tanto interesó a los intelectuales del s. XVIII, sea con el Poema sobre el Desastre de Lisboa
–dedicado al terrible terremoto que a mitad del siglo destruyó la capital
portuguesa-, sea con Cándido (de la
que se ha extraído el fragmento reproducido). No es fácil definir qué es en
realidad este texto: ciertamente, no es un tratado filosófico ni tampoco una
novela, puesto que las terribles vicisitudes del protagonista se desarrollan de
modo casi surrealista y frenético, tanto, que se anula cualquier trama. Cándido es una fábula tragicómica y una obra maestra de un nuevo género literario,
el cuento filosófico, intensamente
utilizado durante la Ilustración y posteriormente abandonado. Educado en la
doctrina del todo irá bien predicada
por su tutor Pangloss (claramente una parodia de Leibniz), Cándido
representa el incurable optimista capaz de sentenciar ante las peores tragedias
(enfermedades, robos, catástrofes naturales, abusos y vejaciones de todo tipo)
que no podía ser de otra manera, porque
éste es el mejor de todos los mundos posibles.
El cuadro idílico
de la vida en el castillo describe una situación tan ideal como efímera.
·En Westfalia, en el castillo del barón de Thunder-ten-tronckh, vivía un
joven dotado por la naturaleza de dulces maneras. Su fisonomía reflejaba su
ánimo. Tenía el juicio bastante recto y el espíritu sencillo; por esta razón,
creo, lo llamaban Cándido.
Todos los protagonistas pasarán rápidamente desde su inicial felicidad a inenarrables
travesías.
·Los viejos sirvientes de la casa sospechaban que era hijo de la hermana
del barón y de un buen y honrado gentilhombre de los alrededores: la doncella
nunca quiso casarse con él porque no pudo demostrar más de setenta y un cuartos
de nobleza. El resto de su árbol genealógico se había perdido por la injuria
del tiempo. El barón era uno de los más poderosos señores en Westfalia; su
castillo tenía una puerta y ventanas, y su salón estaba decorado hasta por un
tapiz. Si era necesario, con todos los canes de su hacienda se podía formar una
jauría; los palafreneros podían hacer de perreros y el vicario de la aldea
podía convertirse en su gran capellán. Todo el mundo llamaba Monseñor al barón,
y todos reían sus ocurrencias. La señora baronesa, que pesaba cerca de
trescientas cincuenta libras, era por esa razón muy considerada y cumplía los
honores de la casa con una dignidad que la tornaba aún más respetable. La hija
Cunegunda, de diecisiete años, tenía un colorido vivaz y era fresca, rolliza y
apetitosa. El hijo del barón parecía en todo digno de su padre.
La figura de
Pangloss es una sátira de Leibniz.
·El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el joven Cándido
escuchaba sus lecciones con toda la buena fe de su edad y de su carácter. Pangloss
enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolonigología. Sabía demostrar de modo
admirable que no podía existir causa sin efecto y que en este mundo –el mejor
de los mundos posibles-, el castillo del señor barón era el más hermoso de los
castillos, y la señora baronesa, la mejor de las baronesas posibles.
Leibniz defendía
que éste es el mejor de los mundos posibles.
·<Está demostrado –decía- que las cosas no pueden ser de otra manera:
estando todo predispuesto para un fin, todo es necesariamente para el mejor
fin. En efecto, la nariz ha sido creada para llevar las gafas, y así tenemos
gafas. Las piernas están visiblemente proyectadas para llevar calzones, y
nosotros tenemos calzones.
Es fácil entrever
en la doctrina de Pangloss una sátira de las <causas finales> tan
apreciadas por Aristóteles y Leibniz.
·Las piedras están hechas para ser labradas y para construir castillos:
así, el barón tiene un castillo hermosísimo, puesto que el más respetable señor
de la provincia debe ser el mejor alojado; y puesto que los cerdos están hechos
para ser comidos, nosotros comemos carne de cerdo todo el año. En
consecuencia, quienes han afirmado que todo está bien han dicho una tontería:
deberían decir que todo es de la mejor manera.>
Cándido permanecerá
como un incurable optimista, pese a las pruebas de su mala suerte.
·Cándido, inocentemente convencido, escuchaba con atención y creía que la
damisela Cunegunda era bellísima, aunque no encontraba nunca el coraje para
decírselo…
La ironía es la
cualidad esencial del pensamiento y de la escritura de Voltaire.
·Un día Cunegunda, paseando por los alrededores del castillo, vio entre
los matorrales al doctor Pangloss impartiendo una clase de física experimental
a la camarera de su madre, una morenita muy graciosa y muy complaciente.
Teniendo la damisela Cunegunda una gran predisposición para las ciencias,
observó, sin abrir boca, las reiteradas experiencias de que fue testigo; vio
claramente la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y volvió
al castillo toda agitada, pensativa y llena del deseo de ser instruida,
pensando que ella habría podido ser perfectamente la razón suficiente del joven
Cándido, y que él habría podido ser la suya.
La rapidez con que
termina la vida beata de Cándido, testimonia las casualidades de las
vicisitudes humanas.
·Al día siguiente, levantándose de la mesa después de comer, Cunegunda y
Cándido se encontraron detrás de un biombo; inadvertidamente, la joven
Cunegunda dejó caer el pañuelo, Cándido lo levantó; ella le cogió inocentemente
la mano; el joven besó aquella mano con una vivacidad, una sensibilidad y una
gracia especiales; las bocas se encontraron, las rodillas temblaron, las manos
se perdieron.
El azar es el
auténtico protagonista de la historia.
·El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó junto al biombo y, viendo
aquella causa y aquel efecto, expulsó a Cándido del castillo con grandes
patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó y, una vez recuperada, fue
abofeteada por su madre, la baronesa; y así, todo se tornó desesperación en el
más hermoso y más agradable de los castillos posibles.
TOMADO DE ATLAS UNIVERSAL DE FILOSOFÍA - OCEANO